EL COLMO
"Después de este día no habrá otro". "Después de este día no habrá otro". Una y mil veces se lo repetía antes de decidir levantarse. Esa única vez decidió no meterse a la ducha, ni tampoco acercarse al antiguo ropero para buscar ropa. El cepillo de dientes ya no lo obligaba; con un extraño placer botó a la basura todos sus utensilios de aseo. La extrema barba que plácidamente dormía en su cara tampoco representó mayor problema. "Después de este día no habrá otro" se volvía a repetir en su cabeza. Sus ojos clavados en el espejo del baño parecieron dar gracias por la firme convicción. En el fondo, no veía más que unos simples ojos, con lagañas. Pensó que era tonto mojarse la cara ya que afuera llovía fuertemente hace rato. Echó un vistazo rápidamente a las cosas que quedaban aún en pie en su pequeño departamento, pensando que tal vez encontraría alguna cosa digna de acompañarlo en aquel momento. Buscó en vano, "no podía ser de otra manera" se dijo de inmediato. Con un poco de risa se acercó a la pared principal y vio la serie de rayas verticales que adornaban un costado de ésta. Pasó su mano por las rayas y empuñó su mano. Cuando estuvo listo, agarró las llaves de su hogar -por si algo salía mal- y abandonó la habitación.
Su largo y desordenado cabello se mojó en un instante, al igual que las demás partes de su cuerpo. El agua le hizo notar que aún conservaba algo de vitalidad. Comenzó a caminar por la avenida principal; esa vez no le importó la violenta velocidad de los autos, ni la infaltable imprudencia de uno que otro peatón. Pasó frente a un restaurán famoso, que a pesar de la lluvia, estaba repleto de par en par en la hora del desayuno. Su cuerpo desnudo caminando en la calle fue de inmediato el centro de atención. Las ancianas repletas de anillos de oro y abrigos de pieles falsos exigían a los mozos que hicieran terminar el desagradable espectáculo. "Esto es el colmo" repetían una y otra vez. Antes que le dijesen algo, el hombre comenzó a caminar al edificio del frente. A los pocos segundos, desapareció en la oscuridad de éste.
Le dijo al ascensorista que se dirigía al último piso, al mismo tiempo en que éste veía como el agua comenzaba a inundar el pequeño ascensor. No pudo despegar su vista de ese cuerpo peludo y mojado. El décimo piso estaba vacío, quizá era por la fría mañana de lluvia. Caminó lentamente, buscó la azotea y se dirgió hacia ésta. En ningún momento había soltado las llaves de sus manos. Cuando estuvo parado en el borde del edificio; a pesar de que sus pies ya se habían puesto a temblar, pensó que era el momento preciso para tirar lejos las llaves. A los pocos segundos, las señoras del restaurán comenzaron a salir una tras otra a la calle. Él miró su andar como hormigas detenidamente. Cuando las perdió de vista, trató de imaginar las triviales conversaciones que ellas podrían estar teniendo. Dejó de buscar pretextos en su mente que significaban una evidente distracción y se propuso hacer lo que lo llevó hasta ese lugar. Agarró fuertemente sus llaves e hizo el gesto de lanzarlas lejos, mas su mano nunca las soltó. De inmediato, el miedo de otras veces volvió a aparecer. Trató de lanzarlas de nuevo, pero obtuvo el mismo resultado. No quiso volver a pensar negativamente, así que consideró el asunto de las llaves como de menor importancia. Decidió focalizarse en la tarea realmente importante. Miró los techos de la ciudad y la gran distancia que existía entre donde estaba él y el piso. Se armó de valor e intentó lanzarse al vacío; su cuerpo no se movió ni un centímetro. El miedo lo invadió completamente, exactamente como ocurrió en las veces anteriores. No quiso seguir intentándolo en vano. Agarró las llaves y comenzó lentamente a devolverse. Las gotas de lluvia pesaban cada vez más, además ya le molestaba tanta agua en el cuerpo. Caminando por la avenida, no pudo evitar escuchar las burlas e insultos de un grupo de borrachos que trataban de cubrirse como podían de la lluvia. Quizá pensaron que ese cuerpo caminando desnudo era mucho más desgraciado que ellos. Al llegar a la puerta de su habitación, la llave cedió fácilmente de la mano y logró abrir la puerta. Buscó entre el desorden la toalla de siempre para secarse, luego se sentó en el suelo apoyándose en la pared de las rayas. Tomó el plumón negro de siempre y ágilmente añadió una nueva raya vertical a la pared. Ya se había acostumbrado muy bien a la mecánica de las rayas. No quiso contarlas, por miedo. Se quedó en el suelo con las manos en la cabeza, pensando en que lo que seguía era ordenar un poco y asearse, pensando en que nunca vencería el miedo, pensando en que la existencia del hombre no era más que la llave de su departamento, aferrada irrefutablemete a la vida, pensando que jamás tendría el valor de morir y poner fin a todo, pensando que aquellos que creen que la muerte es la máxima condena humana, estaban -como todos- muy equivocados, pensando que su colmo era no poder dar fin a su colmo.